En palabras de Salma*: "Nosotras, como mujeres y niñas, nos merecemos más".
Aviso: El texto incluye descripciones de escenas de violencia de género.
Salma*, una mujer libanesa de 26 años madre de tres hijas, tenía 13 años cuando se fugó con su vecino de 16 años. Intentaba escapar de una madrastra que la maltrataba y pensó que el matrimonio la liberaría. Pero, en lugar de hacerlo, abrió la puerta a más abusos y violencia.
De niña, tanto mi padre como mi madrastra me maltrataban. Quería escapar. Me casé con mi vecino cuando sólo tenía 13 años. Pensaba que lo quería, que me protegería. Pero me equivoqué. Creía que el matrimonio era divertido, un juego al que juegan dos personas en una casa grande con muebles de colores. Tuve mi primera hija con 14 años y las otras dos antes de cumplir los 18.
Dos años después de casarnos, mi marido empezó a consumir drogas y dejó su trabajo. Fue entonces cuando empezaron a aparecer los primeros indicios de abuso. Me obligaba a pedir en la calle. Me pegaba hasta que me salían moratones y gastaba todos los ingresos de la familia en droga. En un arrebato de ira, una vez llegó a tirarnos encima la mesa de la cocina.
En una ocasión, me apuntó con una pistola dentro de casa, delante de nuestras hijas. No me preocupé por si me disparaba. La muerte era mi única salida. Por suerte, falló el tiro y la bala fue a parar a la pared, sin herir a nadie.
Una amiga me dijo que la organización KAFA se dedicaba a dar asistencia a las sobrevivientes de la violencia y que podrían ayudarme. Al principio, estaba indecisa y, también, desesperada. Vengo de una familia grande, como una tribu, en la que las tradiciones animan a los hombres a pegarle a sus mujeres si se 'comportan mal'. Lo he oído muchas veces: "Está bien que tu marido te pegue. ¿Qué has hecho para molestarle? Seguramente, es culpa tuya".
Aunque creía que nadie podría ayudarme, acudí a la KAFA. Me dieron un teléfono móvil y me dijeron que lo escondiera y lo usara si me amenazaba. Lo primero que les pregunté fue si se lo dirían a alguien. Me aseguraron que no revelarían mi identidad y me protegerían. Por primera vez en mi vida, sentí esperanza.
Unos días después, le dije a mi marido que iba a llevar a las niñas a la escuela. Salimos sin nada más que la ropa que llevábamos puesta y unos cuantos documentos oficiales. Corrimos tan deprisa como pudimos hasta llegar al centro de la KAFA. Nos dieron refugio inmediatamente, nos asignaron a una persona como representante jurídica y nos proporcionaron terapia.
El divorcio y la batalla legal por la custodia de las niñas fue difícil debido a la complejidad y el sectarismo de las leyes libanesas sobre el estado civil, pero con el apoyo de la KAFA, conseguí el divorcio hace siete meses y me concedieron la custodia de mis tres hijas. Ahora vivimos en un apartamento modesto en Beirut, trabajo como cuidadora de una pareja de personas ancianas y mis hijas van a la escuela. Puede que no tenga mucho, pero me siento más feliz que nunca.
Hace sólo tres años no habría podido ni imaginarme que estaría aquí, sintiéndome fuerte y orgullosa, viendo el futuro en positivo. Mi familia me abandonó tras el divorcio. Dejar la casa de mi marido no es aceptable y es una vergüenza en nuestra sociedad. Pero no me importa; me siento como la mujer más fuerte de mi comunidad. Puede que haya perdido a mi familia, pero he ganado libertad y justicia para mis hijas, que es todo lo que importa.
Se lo digo a todas las mujeres: no tengan miedo. Alcen la voz y busquen ayuda. Aunque parezca imposible, siempre hay una salida. Debemos permanecer unidas y empoderarnos unas a otras para salir de esas relaciones tóxicas. Nosotras, como mujeres y niñas nos merecemos más.